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ÍNDICE
Índice . . . . . . . . . . . . . . . ix
Prólogo del Traductor . . . . . . . . . . xv
Prefacio a la primera edición . . . . . . . . . xxiii
Prefacio a la segunda edición . . . . . . . . xxiv
Listado de láminas e ilustraciones . . . . . . . xxv
Nota introductora a la segunda edición . . . . . . xxix
Árbol genealógico de la familia Stradivari desde los más
antiguos datos obtenidos hasta la actualidad . . . . xxxii
CAPÍTULO I
LOS ANTEPASADOS DE ANTONIO STRADIVARI
CAPÍTULO II
LOS VIOLINES DE STRADIVARI
CAPÍTULO III
LAS VIOLAS DE STRADIVARI
CAPÍTULO IV.
LOS VIOLONCHELOS DE STRADIVARI.
CAPÍTULO V
OBJETIVOS DE STRADIVARI EN RELACIÓN CON EL SONIDO
CAPÍTULO VI
LOS MATERIALES DE STRADIVARI
CAPÍTULO VII
EL BARNIZ DE STRADIVARI
CAPÍTULO VIII
EL MÉTODO CONSTRUCTIVO DE STRADIVARI
CAPÍTULO IX
LOS SELLOS DE STRADIVARI
CAPÍTULO X
EL NÚMERO DE INSTRUMENTOS CONSTRUIDOS POR STRADIVARI
CAPÍTULO XI
PRECIOS PAGADOS POR LOS STRADIVARI Y CRECIMIENTO DE SU REPUTACIÓN
CAPÍTULO XII
UN SUPUESTO RETRATO DE STRADIVARI
LOS DESVELADOS MISTERIOS DE STRADIVARI
Por José A. Gil (CODALARIO)
Antonio Stradivari: Su Vida y Obra (1644-1737). Biblioteca Musical da
sé. Arthur F. Hill (Autor), Alfred E. Hill (Autor).
Hace poco más de un mes se publicó en El Ideal de Granada la siguiente
noticia: Un posible ‘stradivarius’ entre escombros. Aparece un violín
escondido en el hueco de una pared en una demolición de una casa de
Padul. Aunque todo parece indicar a que es una copia, de ser auténtico
podría llegar a costar 15 millones de euros. Guardé el enlace, pero no
porque fuera un buen e interesante artículo, que lo es, sino porque refleja una
triste realidad. Basta con leer el titular para darse cuenta de que la periodista
había hecho bien su trabajo y sabía de antemano que impresionaría mucho
más a los lectores el precio desorbitante que ese instrumento podría alcanzar
en el mercado que el extraordinario sonido que emitiría —previa restauración—
si cayese en manos de un buen intérprete. Esta imagen desvirtuada —y
desnaturalizada— de los violines de Stradivari que tanto arraigo tiene en la
sociedad, podría tener su origen en las leyendas que los marchantes y
coleccionistas han ido forjando a lo largo de los siglos en torno a estos
instrumentos, con el único fin de alentar el ‘mísero’ deseo de poseerlos a toda
costa. Da la impresión, siempre que se habla de ellos, de que la música es lo
que menos importa.
Aunque cueste creerlo, resulta relativamente fácil resolver muchas de las
incógnitas que genera el supuesto hallazgo de un Stradivarius: ¿por qué, de
partida, se duda de su autenticidad?; ¿por qué estaba escondido?; ¿cómo se
detecta que es una copia?; ¿por qué —de ser auténtico— su valor en el
mercado es tan obsceno?, etc. Basta con leerse el ensayo de los hermanos
Hill que me dispongo a reseñar para darse cuenta de que son pocos los
misterios que quedan por desvelar sobre el mítico lutier. Pero todo parece
indicar que hay demasiados intereses en juego y conviene que alguno de esos
misterios prevalezca, para que el valor de estos instrumentos no cotice a la
baja. Recurrir a la ciencia parece, de momento, ser la mejor opción, de ahí que
muchos estén empecinados en contratar a un laboratorio para “eviscerar” las
densidades y composiciones químicas que supuestamente inducen su peculiar
sonido. Siempre habrá científicos más avezados que otros y ordenadores que
calculen con más precisión que su inmediato anterior. Y vuelta a empezar... En
lo que a mí respecta, observo ese trabajo científico con tanto respeto como
escepticismo porque, al fin y al cabo, sus descubrimientos, de haberlos, sólo
acabarán beneficiando al selecto grupito de fundaciones, instituciones privadas
y millonarios que en la actualidad custodian y monopolizan un tesoro que —
permítanme la ingenuidad— debería ser patrimonio de la humanidad.
Soy consciente de que los estudios sobre Stradivari están sometidos a
constantes revisiones por los musicólogos, por eso considero oportuno advertir
al lector que a partir de aquí la práctica totalidad de los datos vertidos en este
artículo proceden íntegramente de la brillante traducción y edición crítica hecha
realidad por Henrique Lovat del libro publicado en 1909: Antonio Stradivari. Su
vida y su obra (1644-1737) escrito por los hermanos W. Henry, Arthur F. y
Alfred E. Hill; editado —por primera vez en español— por la editorial
Biblioteca Musical da sé en mayo de 2016.
Me conmovió que el visionario Martín Llade propusiera a Henrique Lovat
para encargarse de la edición crítica de este monumental ensayo. No pudo
haber elegido mejor partido porque el resultado ha sido extraordinario. Tanto
así, que lo consideré ‘la edición del año’ en el artículo conjunto que esta revista
publicó el pasado 29 de diciembre. Si bien es cierto que una edición tan
cuidada, tan preciosista, difícilmente podría haber salido a la venta a precios
populares, merece la pena hacer un pequeño esfuerzo y adquirir uno de los mil
ejemplares numerados de la primera tirada sólo por tratarse de la matriz
documental a la que recurren sin remisión todos y cada uno de los trabajos
publicados con posterioridad sobre Stradivari. Si de por sí el libro aporta tanta y
tan fidedigna información, al añadirle las anotaciones —y bibliografía— de
Henrique Lovat el resultado es abrumador y merece, sin lugar a dudas,
convertirse en la delicatessen de cualquier biblioteca musical que se precie.
Antonio Stradivari nació en 1644 en algún lugar por determinar cercano a
Cremona. Poco o nada se sabe de por qué su familia lo trajo a la ciudad para
ingresar como aprendiz en el taller de Nicolò Amati a los 14 años, donde
apuntó maneras de un modo asombrosamente precoz. Las inquietudes de este
alumno aventajado iban más allá del orden establecido en el gremio. Su mayor
virtud, reconocen los autores, fue la experimentación. Sus primeros trabajos,
anteriores a 1690, se denominan ‘amatizados’ porque aún se puede identificar
en ellos el influjo de su maestro, aunque ya se advierte la impronta del que
llegaría a ser considerado uno de los mejores, si no el mejor, lutier de la
historia. Stradivari, por ejemplo, reconsideró las proporciones estándar del
violín creando el ‘modelo largo’, que tan sólo una década más tarde acabaría
por descartar definitivamente. Fue a partir de entonces (1709-1712) cuando
más “varió y alteró las proporciones de los instrumentos”. Este carácter
transgresor lo acompañó el resto de su vida. Podría pensarse que sus
constantes innovaciones restaban calidad e identidad a su trabajo. Más bien
todo lo contrario. Stradivari prestó suma atención a la labor de sus
predecesores y lo único que hizo fue aunar —y sublimar— en su taller los
conocimientos transmitidos generación tras generación por la saga Amati,
Maggini o Gasparo da Salò. Asimismo, Stradivari también tuvo sus propios
discípulos, que no resultaron ser como se pensó en un principio los también
ilustres Guarneri del Gesù o Guadagnini, sino sus hijos Omobono y
Francesco y, con toda probabilidad Carlo Bergonzi. El papel de estos
aprendices estuvo muy limitado según los autores. Los tuvo a su cargo siendo
ya muy mayor y aun así todos los instrumentos pasaban un último ‘control de
calidad’ y retoque por parte de su infatigable y exigente maestro que lograba
que sólo los ojos de alguien muy experto fuesen capaz de detectar el mínimo
rastro que quedara de ellos en ‘sus’ instrumentos.
Stradivari trabajó sin descanso hasta su muerte, acaecida el 19 de diciembre
de 1737. Dedicó, nada más y nada menos, que setenta y cinco años de su vida
a su oficio. Algo inaudito. De su taller los autores estiman que salieron
alrededor de 1116 instrumentos, de los que tres cuartas partes están
inventariados con precisión quirúrgica en el ensayo.
Antonio Stradivari era “un excelente dibujante y un experto en diseño”.
Construía un molde nuevo por mínimo que fuese el cambio que realizara.
“Concienzudo, minucioso y cuidadoso hasta el más mínimo detalle” empezando
por el clavijero y terminando con el estuche donde se habría de guardar el
instrumento. Ninguno de sus contemporáneos había logrado ese nivel de
perfección. Su ojo clínico era infalible. La precisión milimétrica de los contornos
y la asombrosa sutileza en las formas es, a veces, inexplicable teniendo en
cuenta lo rudimentario de sus herramientas en comparación con las que hoy
día maneja cualquier lutier. Más allá de esta milagrosa capacidad, si hay dos
asuntos que han generado y generan opiniones enfrentadas —relacionadas
con el empeño por ‘descifrar’ el peculiar sonido de un Stradivarius— son, desde
luego, los materiales y el barniz. Respecto al primer asunto, los hermanos Hill
pensaban que Stradivari a la hora de construir sus violines se decantaba por
una madera u otra (arce, abeto,...) en función del precio que pensara pedir por
ellos y a la disponibilidad de esa materia prima en el mercado. Algo poco
menos que razonable. Y en lo que se refiere al barniz, los autores tampoco
consideran ningún misterio que cada lutier tuviese su propia receta y modo de
aplicarlo. Los ingredientes, en definitiva, eran los mismos que utilizaba
cualquier otro compañero de oficio en Cremona. Al “ingenio y destreza” innatos
de Stradivari para preparar y extender su genuina mezcla “roja anaranjada”
habría que añadirle otros factores que no dependían de él directamente y que
para los hermanos Hill resultaron de vital importancia: el propio uso y el paso
del tiempo. Algo, también, bastante razonable. La conocida historia de cómo la
receta original de Stradivari apareció —para luego desaparecer— en la cubierta
de una biblia que llegó a manos de uno de sus malogrados descendientes
también está recogida y documentada en el ensayo con todo detalle.
Cuando oímos a alguien referirse a un ‘Stradivarius’ pensamos
automáticamente en un violín. Pero no debemos olvidar que Stradivari era
lutier, por tanto, también construyó guitarras, violas y violonchelos, aunque todo
sea dicho, en menor cantidad. De sus guitarras apenas ha quedado nada
significativo. Violas sólo pueden atestiguarse una decena, cuyo timbre, según
los hermanos Hill, no difiere en exceso del de sus violines, por lo cual “priva a
los oyentes de variedad en el color tonal”. Esto no significa en absoluto que se
trate de instrumentos mediocres, nada más lejos de la realidad. Mención aparte
requieren, en cambio, sus violonchelos.
Los autores sólo pudieron certificar la autenticidad de veinte de estos
instrumentos. Se trata de piezas únicas (aunque su tamaño sea
significativamente mayor que los de hoy). Al igual que los violines, los
violonchelos de Stradivari se diferencian de los de Amati en que “los bordes,
esquinas, fileteado, ‘efes’ y clavijero son de consistencia más rotunda”.
Tampoco se ha podido establecer un criterio único respecto a las proporciones
a la hora de construirlos. No hay que olvidar que el violonchelo en aquella
época tenía poca demanda. Era aún impensable concebirlo como instrumento
solista. Su uso estaba restringido a bajo en la música litúrgica y poco más. La
viola da gamba era el instrumento por excelencia. Sin embargo, conforme el
violonchelo se fue aproximando a sus proporciones, ésta fue perdiendo
protagonismo. El papel que desempeñó Stradivari fue determinante en este
proceso de “reconversión”. Sus ensayos en las dimensiones y el diseño
consiguieron alcanzar “la forma perfecta” tras la cual no fue ya necesario hacer
más modificaciones.
Los hermanos Hill eran unos investigadores impenitentes, sin embargo,
reconocen en su ensayo que no fueron pocas las lagunas informativas a las
que tuvieron que enfrentarse. Una de ellas, por ejemplo, el que no existiese
constancia escrita de las impresiones que los grandes intérpretes de aquel
periodo tenían de los instrumentos de Stradivari. Aún así, la dilatada
experiencia en el campo de la lutería de estos tres hermanos les concedía
autoridad suficiente como para afirmar que estos instrumentos —sobre todo los
violines— poseían “una brillantez, profundidad y potencia más amplias”, así
como una “menor dificultad a la hora del manejo, gracias a sus más reducidas
dimensiones”.
Cuanto tiene de mudable el gusto por un sonido u otro provocó que la
reputación de nuestro lutier se fuese resintiendo paulatinamente tras su muerte
en pos del meritorio trabajo de Amati o Stainer. Al compositor y violinista
Giovanni Battista Viotti (1755-1824) se le atribuye el mérito de haber sido el
primer gran intérprete en rescatar a Stradivari de su coyuntural olvido. Tal fue el
éxito conseguido por Viotti tanto en Francia como en Inglaterra que de nuevo
toda la atención de aficionados y expertos cayó en el Stradivarius que utilizaba
en sus conciertos. Es importante destacar que los intérpretes de principios del
XIX, en general, demandaban un tipo de instrumento “capaz de adaptarse a las
necesidades de todas las exigencias musicales”, versatilidad que poseían
sobradamente los instrumentos de Antonio Stradivari. Pero tan alta demanda a
tan corto plazo sólo dio lugar a que se prodigaran las malas copias. En
definitiva, el anhelo por estos instrumentos llegó hasta el paroxismo. Y de ahí a
la desconcertante situación que vivimos hoy día sólo había un paso.
En el prólogo del ensayo, escrito por el traductor, hubo algo que me llamó
poderosamente la atención. Henrique Lovat reclama “la necesidad de un más
amplio estudio sobre Stradivari y su relación con España”. Me parece tan
valioso su alegato que he decidido dejar para el final de este artículo todo
cuanto el ensayo de los hermanos Hill tiene que ver con nuestro país, que no
es poco como veremos a continuación.
Dice bastante que los autores afirmen que “antes de la agitación napoleónica,
España era particularmente rica en instrumentos de Stradivari y otras piezas
italianas de alta gama”. Obviamente, ese tesoro estaba en manos de la nobleza
y de la iglesia. El rey Carlos IV, por ejemplo, poseía una impresionante
colección de violines de Amati, Guarneri, Stainer y ¡el famoso quinteto —hoy
cuarteto— taraceado al que haremos referencia más adelante!. Pues bien,
parece ser que los convulsos años posteriores a 1790, además de la invasión
francesa, provocaron la diáspora de estos instrumentos. Algo que los autores
ya consideraban un hecho a finales del siglo XIX. Algunos, no obstante,
consiguieron sobrevivir a la debacle porque hubo personas, clérigos sobre
todo, que se encargaron de esconderlos. Pero de nada sirvió. El interés por
estos instrumentos se había extendido como una plaga. Poco a poco,
comerciantes afincados en Cádiz como un tal Sr. Dowell o el Sr. Harper —
paradigma del coleccionismo exacerbado— lograron hacerse, muchas veces a
precios irrisorios, con estos instrumentos para llevarlos a su país, Inglaterra, de
donde no saldrían jamás. O al menos eso era lo que pensaban porque, ironías
de la vida, el efecto devastador para las economías que supusieron las dos
guerras mundiales provocó que un considerable número de instrumentos de
Stradivari acabasen dispersados entre América y Asia.
Pero basta de lamentaciones. Aunque no podamos competir con el señor
David L. Fulton o con la Nippon Music Foundation, hoy día Patrimonio
Nacional puede jactarse de poseer cuatro de los rara avis más sublimes que
salieron del taller de Stradivari. Me refiero al cuarteto taraceado que se expone
en el Palacio Real de Madrid. Es imposible determinar cuántos instrumentos
con incrustaciones construyó nuestro lutier. Se estima que unos diez
aproximadamente en toda su vida. De ahí que se consideren piezas únicas.
La larga y agitada vida del cuarteto palatino narrada por los hermanos Hill
nos toca de lleno y resultará, sin duda, apasionante a los lectores del ensayo.
No aportaré demasiada información sobre este asunto; nada envilece más a
una reseña literaria que los odiosos spoilers. Invito a los lectores a que sean
ellos mismos quienes descubran esta apasionante historia que da comienzo en
el momento en que Antonio Stradivari construye estos instrumentos con la
intención primera —de la que sería luego disuadido— de regalarlos al rey
Felipe V durante su visita a Cremona. A la muerte del lutier el quinteto aún
seguía en su poder y pasó a manos de su hijo Francesco. A partir de ese
instante son muchos los personajes que entran a formar parte de esta historia:
El Padre Bambrilla, Vicenzo Assensio, Silverio Ortega, Cayetano
Brunetti,... Los hermanos Hill nos brindan una oportunidad magnífica para
familiarizarnos con este excepcional legado expuesto en El Palacio Real y que
el reputado Cuarteto Quiroga saca de sus vitrinas en contadas ocasiones.
España también se personifica recurrentemente en el ensayo en la figura de
nuestro insigne Pablo Sarasate. Gran amigo de la familia Hill, con la que
compartía entrañables veladas aquilatando la gran colección de Stradivarius
que poseían, representa el ideal de intérprete que los autores intentan defender
en su libro. Y digo ‘defender’ porque los instrumentos de Stradivari han sido
“recortados y mutilados de las formas más despiadadas” infinidad de veces. De
esa lista atroz forma parte también, por desgracia, el cuarteto palatino. Las
adecuaciones del tamaño al gusto del intérprete, las restauraciones y
sustituciones de las piezas llevadas a cabo por manos inexpertas, las
sucesivas capas de barniz, etc., etc.... han causado un daño irreparable, sobre
todo a los violonchelos y a las violas. Y este es el motivo por el que los autores
imploran a la posteridad el cuidado que estas piezas tan delicadas precisan.
Defienden la labor de los coleccionistas en tanto en cuanto preservan al
instrumento del ‘fragor de los elementos’ y hacen especial hincapié en hacer
ver a los músicos que “a menudo son ellos los que cometen el error y que éste
no es culpa del instrumento”. Y aquí es donde Sarasate salta al estrado porque
representaba el buen hacer.
El compositor navarro poseía dos excepcionales violines construidos por
Stradivari: el Boissier-Sarasate (datado en 1713 y donado al Real
Conservatorio de Música de Madrid en 1909 —declarado Bien de Interés
Cultural por La Comunidad hace tres años—) y el Sarasate (de 1724, donado
al conservatorio de París también en 1909). Ambos estaban en un magnífico
estado de conservación y el propio compositor —consciente (esta vez, sí) del
incalculable valor musical de ambos— fue el primer interesado en que
siguieran así tras su muerte, y puede darse fe de que lo consiguió.
Como epílogo a este artículo rizaré el rizo. Aún se conserva el violín más
perfecto —y, prácticamente intacto— de los construidos por Stradivari. El
summum de su trabajo se custodia bajo extremas medidas de seguridad en el
Museo Ashmoleann de Oxford (Inglaterra) donde fue donado, por los propios
hermanos Hill a condición de que nunca fuese ‘tocado’ y sirviese de modelo a
las generaciones futuras de lutiers de todo el mundo. El violín al que me refiero
se le apoda El Mesías y no tiene parangón.
Pero la lista instrumentos con nombre propio es larga y a mi entender sería
una frivolidad intentar decir cuál de ellos es el más valioso. El Toscano, El
Dolphin, El Guillot, El Allard, El Parke, etc., etc., etc. Todos tendrán siempre
una personal —y misteriosa— historia que contar. Otro asunto sería
preguntarle a Vengerov por su Kreutzer o a Anne-Sophie Mutter por su
Emiliani o por su Lord Dunn-Raven. Aunque, señores, yo prefiero ser todo
oídos a los testimonios de Leticia Moreno o Pablo Ferrández, después de
haber tenido la merecida suerte de tener en sus manos un Stradivarius. En
ambos casos me rompería el corazón saber que sólo yo sigo lamentándome de
que se tratara de un simple préstamo.
Autor: José A. Gil
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